A una sola carta
Era una mañana fría de finales de enero en Moscú, muy fría, inimaginablemente fría… Estaba amaneciendo y el sol naciente quebraba en añicos la oscura nocturnidad, en policromía de fríos tonos en grises y azules. Lo contornos del enigmático Kremlin, sus religiosas cúpulas en forma de dorados bulbos, y sus militares torres de vieja mampostería, se perfilaban sobre el horizonte de un tímido amanecer, y el bastión militar de viejo recinto amurallado, se alzaba imponente y altivo en la orilla congelada del Moscova. La visión del conjunto asemejaba una estampa de cuento antiguo, el escenario de un relato de Chéjov, y a mí en particular me evocaba históricos mitos militares de mis películas y lecturas infantiles: ofensivas frustradas por la nieve y el intenso frío, desastres en ríos congelados, cañones y pertrechos echados a perder por la climatología extrema, cadáveres de soldados y caballos esculpidos en puro hielo… Que se le va a hacer, todo modelista es un soñador de tiempos y épicas pasadas.
El termómetro del hotel me indicaba 26 º bajo cero, y reparando en aquella estampa urbana desde el salón del hotel en donde desayunaba, entendí porqué la temática rusa siempre ha sido una de mis evocaciones modelísticas favoritas. Me abrigué mucho y salí a la calle. Llevaba un buen gorro de lana en el bolsillo, pero, inocente e ignorante de mí, pensé que habiéndome abrigado el cuerpo con varias capas, el tocado sería prescindible. A los 10 minutos de caminar por la calle, padecí un súbito y profundo dolor de cabeza, un mareo, un malestar desconocido y un vértigo; la verdad es que me asusté un poco y me tuve que refugiar urgentemente en un Starbucks. Allí, en el calor del lugar y con la sensación del café calentito en mis manos, recuperé mi bienestar perdido y me di cuenta del tremendo error: por la cabeza se pierden un 30% de la temperatura corporal. Al mismo tiempo que apuraba el café, observé en la acera de enfrente a unos operarios montando un andamio y golpeando con mazas los pernos y perfiles que configuraban la metálica estructura; ¡¡Vaya temperatura para trabajar a la intemperie!!, pensé. De la reflexión pasé al asombro, cuando me percaté de que algunos de ellos asían sus herramientas sin guantes, y trabajaban impertérritos e inmunes la gélida e inoperante temperatura que inhabilita a cualquier extranjero. ¿Qué tipo de gente son estos rusos a los que parece que no les afectan estos fríos polares? ¿Será el Vodka? Aquella visión me hizo reflexionar y aunque parezca de Perogrullo, ahora entendía mejor aquello del General Invierno, gran aliado de la Madre Rusia que derrota siempre a osados ejércitos invasores.
Todos estos recuerdos han venido a mi cabeza en este tórrido verano del veintitrés, cuando me puse manos a la obra con la maqueta de un tanque a 1/35 a cuyos lomos pintaría también su correspondiente tripulación. Ahora, en estos mundos imaginarios, de los que el verano peninsular me aleja nada menos que 66 grados de temperatura, he querido remontarme a la terrible ofensiva rusa de 1941, el infierno blanco que los rusos han llamado “batalla de Moscú”. Aquel ataque ruso fue una apuesta “a una sola carta”, la última que le quedaba a Stalin en respuesta a los agónicos estertores de Tifón, la batalla final que en los sueños de Hitler, llevaría a la esvástica a ondear en lo alto de la Plaza Roja.
Pero los sueños, sueños son… y los contendientes estaban al borde de la inanición bélica, exhaustos, exangües, como dos púgiles que ya no pueden más en el cuadrilátero, tienen la cara reventada, les tiemblan las piernas, pero a la vez tienen la obligación de seguir golpeándose. Los rusos rebañaron todo lo que pudieron y llevaron a Moscú, a través de miles de kilómetros de la vía férrea del transiberiano, a las tropas siberianas. Las únicas intactas, las únicas con moral aún alta, las únicas victoriosas tras la reciente y vergonzosa zurra propinada a los japos en 1939, la batalla de Jaljin-Go en donde Zukov barrió de las estepas mongolas a los arrogantes guerreros del Bushido. Stalin y su mano derecha, Zúkok, lo apostaron todo esa “sóla carta”, la siberiana. La apuesta les salió bien, porque los alemanes son maestros en las artes de Marte, pero aquellos helados parajes eran campo ajeno para la pulcritud del juego técnico germano, y además no tenían ya de donde rebañar refuerzos para proseguir la ofensiva. Sin embargo, para los rusos, aquella era jugar en campo propio… Me acordé de los operarios que yo había visto currando a -26 grados y montando los andamios sin guantes y decidí que aquellos pequeños tripulantes a escala 1/35 que conformarían mi sueño de plástico, podrían ser perfectamente los abuelos de los que montaban el andamio.
Eché un vistazo a toda la panoplia de maquetas de carros rusos que existen en el mercado, y me decidí por un BT 7; nunca lo había montado, y además lo había visto en frecuentes fotos en el invierno del cuarenta y uno. Me fascina la pintura de los tanques en los climas extremos para los vehículos militares a escala: la superposición de tonos y colores que produce el traslúcido e imperfecto blanco que no cubre del todo la oscura base y el deterioro que producen los efectos del frío sobre las chapas del acero.
Los rusos eran maestros del camuflaje, que ellos denominan маскировка (Maskirovka), y yo tengo debilidad por los camuflajes peculiares. Observé en muchas fotos y me decidí por un camuflaje que imita las huellas que dejan las cadenas de los tanques sobre la blanca nieve. La imitación de la traza de la cadena solían pintarla de verde sobre el blanco, pero me sorprendió que algunas ilustraciones de fuentes soviéticas solventes (me cercioré de ello), las pintaban en azul más o menos intenso. Este contraste me pareció bonito y pensé que aportaría tonos fríos a la pintura general del carro y ambiente del contexto climático. Al parecer, visto desde el aire, un paisaje helado adquiere tonos azules, como los que yo mismo observé en el helado río Moscova, y las cadenas de un tanque, si no llegan a levantar toda la nieve, dejan sobre la misma una huella de tonos azulados, sobre todo observada desde la altura de un avión. Al menos esa es la explicación que he encontrado.
En la memoria gráfica disponible de la citada ofensiva, se puede ver todo tipo de carros soviéticos. Muchos de ellos modelos de los años treinta y ya algo anticuados en 1941. El BT7 era un carro de esta estética, basado en los conceptos ya obsoletos de tanques muy veloces, pensados para profundas ofensivas. En concreto, este ingenio participaba de las licencias industriales estadounidenses del famoso ingeniero Christie, tanques con trenes de rodaje rápidos donde los haya. Se ven imágenes de carros BT7 que alcanzan velocidades vertiginosas, a pesar de sus estrechas cadenas, que además estaban pensadas para desmontarse y que el carro se desplazara, todavía más rápido, directamente sobre sus ruedas de caucho, ya que tenían el sistema de tracción pensado para ello.
La maqueta de mi BT 7 es de Tamiya y es una maravilla (vaya…, me salió una rima), como todo lo que hace esta marca desde hace unos 15 años. En mi opinión, si queréis una maqueta con detalle más que suficiente y a la vez de montaje sencillo y sin problemas de encaje, los productos de estos japos son insuperables; otras marcas hacen cosas buenas pero el proceso de montaje es insufrible por complejo, y a mí lo que me mola es pintar, y montar plástico, pues bueno…, lo justo y necesario para conseguir una maqueta detallada. Una de arena pero otra de cal para la famosa marca nipona: tened cuidado porque Tamiya tiene cosas muy antiguas que están obsoletas en cuanto a falta de detalles, y entonces no hay más remedio que buscar marcas alternativas.
Pictóricamente no me voy a enrollar, pues todos conocéis las técnicas aplicadas a maquetas de tanques (aerografía, decapados, veladuras, perfilados…). Pero vamos, si a alguien le gustan como me quedan y tiene dudas…, no tiene más que preguntarme, y si no lo gustan pues también, para que no haga lo mismo que yo .
Sólo creo que es preciso incidir en el concepto pictórico que cada uno tiene, en este caso el mío. Si os fijáis en fotos detalladas (o mismamente en una maquinaria de obras públicas que podéis encontrar hoy en la calle), la plancha de acero de un tanque en el trajín y deterioro del combate, es una auténtica policromía muy detallista, casi diría yo un cuadro abstracto de infinitos y pequeños matices y detalles, mucho más que los paños y prendas de una figura. Al mal agarre de la pintura y el traslucido del blanco que no llega a cubrir el verde de base, se añaden numerosos arañazos, roces en casi todas las aristas del carro, manchas de barro, grasas, óxidos y sin fin de variados desperfectos… Esto plantea un reto al modelista para representar esa sutil policromía y deterioro en espacios diminutos, hay que emplearse fino, aplicar varias técnicas muy ordenadas, unas superpuestas a las otras. El problema es que a poco que se descuide uno, puede resultar una insufrible “empanada” cromática que no haya por donde cogerla. A la dificultad anterior se añade el que una maqueta necesita, como una figura, resaltar los volúmenes.
A diferencia de las figuras, los volúmenes de un tanque son poliédricos, un montón de planos, verticales, horizontales y en diferentes ángulos, que conforman aristas y recovecos en los que la luz se refleja de un modo diferente, produciendo fuertes contrastes de luces y volúmenes. A ello se une también líneas de paneles, relieves de tuercas, soldaduras, rejillas, y multitud de accesorios…Es cierto que los propios volúmenes de la maqueta ya de por si generan luces y sombras naturales cuando les refleja la luz, pero todo buen conocedor de teorías de Bellas Artes sabrá que si el modelo está reproducido a escala no reproduce ni de broma la intensidad de luces, sombras y contrastes de uno a escala natural. Por tanto, para que una maqueta a escala pequeña nos parezca real, que es de lo que se trata, es necesario magnificar con diversos efectos pictóricos estos efectos de luces y volúmenes de forma más o menos notoria. En realidad es algo parecido a una pintura en un lienzo, en dos dimensiones, aunque la gradación de luces y contrastes se adapte a las tres dimensiones de una maqueta.
He usado pinturas acrílicas tipo Vallejo para colores generales, modulaciones y subidas de luz y sombras, y otros detalles. Después óleos para perfilados, veladuras y otros efectos. Para mí, los óleos son ideales porque son muy nobles y controlables, y te permiten corregir e intensificar efectos en función del porcentaje de mezcla con su disolvente, y, además, compatibles con la pintura acrílica porque raramente (salvo abusos), se atacan un tipo de pintura a la otra.
Hay fases de pintura en la que el aerógrafo es el protagonista, pero después también lleva mucho trabajo a pincel; uso también de trocitos de esponja para aplicar pintura y conseguir determinados efectos de deterioro. Lo más heterodoxo que hago en el proceso de pintura es el uso de rotuladores de calidad, punta muy fina y tinta indeleble, de los que usan en el dibujo técnico. Sí, habéis leído bien, rotuladores de puntas muy finas; no es un invento mío, me lo enseñó un italiano y he visto en Internet que también los modelistas japoneses y los surcoreanos los usan con efectos espectaculares. Curiosamente nadie lo dice en foros y artículos varios, que yo sepa…; y si lo descubren las marcas de pinturas que todos conocéis, en poco tiempo sacarán una línea el triple de cara que lo que cuestan los que podéis encontrar en tiendas de dibujo técnico, que son baratos y fáciles de manejar sobre las maquetas. Asimismo, hago usos del aerógrafo que quizá son más desconocidos: como dije más arriba, la superficie de las planchas de acero de los carros tiene miles de pequeños desperfectos con forma más o menos de puntos de diferente grosor, pero todos muy pequeños; y para reproducir esto, el aerógrafo, trabajado a ínfima presión (ínfima de veras), escupe motas casi microscópicas que dan un resultado satisfactorio, y a la vez trabajas mucho más rápido que con el pincel.
Respecto a las figuras, son de varias marcas: Evolution, Scale 75 y Alpine. Evolution hace buenas figuras pero su casting es menos fino que el de las otras dos marcas, pero aun así, válido. Es cuestión de combinar las que existen en el mercado hasta lograr las que te gusten más, porque yo, transformar no sé, y tampoco lo intento porque no es lo mío y tampoco me apetece meterme en berenjenales que no controlo mínimamente. Pero no es ningún problema, hay tantas marcas, que siempre se encuentran figuras buenas y apropiadas, eso sí, caras…
José Antonio Fernández Mayoralas